La Visita al Templo. Sábado 24 de Julio de 2010. Siete con diez de la mañana.
Ya Lucía, ya la efigie santa
en el seno del templo reveló
blancura que es envuelta
en llamas horrorosas
ocho años atrás.
Ahora, Lucía, son las siete y diez:
Ha cesado la madrugada.
Volví los ojos a ti,
volví los ojos al tiempo
antes del despertar:
eran las siete de la mañana
en las nubes,
y medianoche en la cama.
Iré a la biblioteca, dije a Mi Madre,
por uno de esos libros que siempre faltan.
Porque siempre faltan páginas,
y letras faltan, en la Biblioteca del Alma.
¿Cesarás, no cesarás, la intuición
del libro que falta? Has tenido los años
para convertirte en biblioteca empolvada.
Ya descorrido el velo fatuo del sueño,
me creí despierto, en las aceras falsas:
porque dijo el poeta, la vida es sueño,
y algunos cedemos en el sueño, al despertar:
es el juego, espejuelo de la conciencia
que por quererse despierta,
teje un falso amanecer.
Ya la tela, el texto, levantó el telón:
una puerta, enmohecido el portón
se abren siete patios,
uno a otro más sombrío,
los umbrales, túneles,
las puertas húmedas del tiempo
conducen a la oscuridad.
Ya el primero anuncia
con el simún de su aliento,
que todos cuantos pueblan
el palacio, son muertos:
asistamos al funeral.
En el segundo patio,
ya enlutados y llorones,
claman los muertos
asistentes al funeral:
¡Helos ahí, suspirar cautivos,
velando el cadáver de alguien más!
Aquí, todo cuanto vivo permanezca,
muerto está.
Todo cuanto fenecido te aparezca,
vive aún el destino terrenal.
En el corazón ardiente del lamento,
reposa un cadáver anhelante:
mujer es, ¡mirad su pecho!,
una sábana lo cubre, de la brizna
al pie, ciega los ojos a la oscuridad,
mortaja de nieve que respira y canta,
porque a los muertos, muerte parece
el sueño de los inocentes.
El tercer patio, es en silencio,
algunos concomitantes del funeral.
Ellos no lloran, pero te miran,
y proclaman tu nombre a los demás.
Ya el cuarto patio, más estrecho,
mira al quinto, sexto, y séptimo.
No, no aún son para ti los patios últimos:
de terror al muerto le parecen,
los Tres Grandes Patios donde comienza
el Resplandor de la Divinidad.
Pero aquí, el Cuarto Patio
es sede la Biblioteca Central.
Entra y mira, empolvada toda,
la cierne luz angelical.
Una mujer ora sabia, ora augusta,
detiene la lectura, se quita el antifaz,
-¿A qué has venido, tú a mi casa,
forastero de la medianoche?
-Vine por un libro, desde casa,
un libro que no encontraba en ningún lugar.
-Oh, los libros que buscan los mortales,
están afuera, no en éste palacio,
Éste es el Palacio de Su Majestad.
Vete ahora, vete ya,
que los muertos se lamenten en su funeral.
Tienes miedo, la luz penetra,
infinita y absoluta, sin ser de astro,
permea toda tenebrosidad.
Entonces lo miras, junto a ti
quizá todo el tiempo, toda la vida terrenal.
estuvo contigo, a la derecha del lecho,
rozando tus labios dormidos,
en la vigilia de tus pasos ausentes.
-¿Cuál es tu nombre?
-Mi nombre es David.
No es David que conozcas, sino el Rey Niño,
convertido en Potestad.
Tiene la altura de una Torre de Marfil,
ya la ropa blanca hace eco a la luz,
ya los ojos grises o azules
hacen eco al mar.
No te mirará, no mirará nunca
presencia mortal.
Ni quieras mirarlo:
una mirada suya basta para fulminar.
-David, me aterra atravesar
los patios de salida,
me aterra volver pasos atrás.
-No temas, yo iré en pos de tu sombra.
no me mires, ni escuches nada más
que mi voz. Ella guiará.
Con el Ser Hermoso,
Mancebo y Doncella,
Presencia triunfal,
del cuarto al tercer patio,
del tercero al segundo,
los pasos volvimos.
En la capilla, hallados,
la escalera de descenso parte en dos la altura:
“Porque es que ambas has de atravesar
tú atravesarás una, y yo la otra”.
Habiendo hablado el guía,
aparecen otra vez, los asistentes al funeral:
cantan, “Hossana en las Alturas,
Bendito es el que Viene en Nombre del Señor”.
Un hombre te mira, un hombre cualquiera,
sus ojos son azules, hunden y capturan,
“No lo mires más”.
Y en la ignorancia de sus ojos emerges
a la luz primera, descendidas las escaleras.
Aún al pie de aquéllas, aguarda una mujer.
de negro lleva el luto, y enorme sombrero,
te detiene del brazo, y comienza a recitar:
“¿Has visto al hombre de los ojos azules?
Ese hombre es mi esposo. Y me engañó
con otra mujer. Y otra mujer,
otra mujer,
otra mujer.
Hasta que agotado su deleite,
probó con otros hombres. Y un hombre
sucedió a otro hombre,
otro hombre,
otro hombre…”.
Tú quieres contestar, pronto abres los labios,
cuando el Guía susurra:
“No la escuches más.
Si la miras a los ojos,
Notarás que sus palabras no son para ti,
Lleva en su amargura, la eternidad”.
Ya el último patio se anuncia,
la puerta principal, ante tus ojos:
no la logras alcanzar.
Porque una y otra vez sobre el umbral,
se azota la madera corrompida:
ni aún la punta de una aguja pasará.
“Detente, ahora, niño incauto,
de aquí no se sale sin rezar”.
Vuelto el rostro hacia el Interior,
desciende ya la nube de cenizas
que erizan al corazón, y a los desiertos erosionan:
al punto, todas ellas se conjuntan,
al punto, las cenizas cristalizan
al Guardián de los Umbrales.
Es el sacerdote un hombre sin edad:
sus pupilas queman, abrasan sus dedos,
collares de siete piedras preciosas
le sirven de pectoral.
Negro su atavío, resplandeciente agravio,
todo él desprende majestad.
“¿A dónde vas?” Pregunta,
¡Voz ominosa de desierto,
Voz que hace eco en los Siete Patios,
Voz que es los Siete Patios,
Voz que hace eco en tu propia alma
antes de Pronunciar!
“Éste es el funeral de una niña incauta,
que llegando al séptimo patio
se quemó. Ahora esto,
y nada más esto,
y por siempre esto
de ella quedará”
Y en su mano diestra sostiene
una muñeca negra, que fuera
su cuerpo terrenal,
pasada por las llamas
del Incendio Celestial.
“Ahora, rezarás por ella antes de partir”.
Clamas al Guía, y él dice: “Sí,
Si no rezas, no podrás salir”.
Recita ya el Sacerdote el Nombre de la Niña,
repita ahora su nombre
“Líbanos. Llévate nuestra luz.
Bebe de nosotros para que Vivas Otra Vez”
No recitarás. Clamas de nuevo al guía,
David Dirá:
“Yo rezaré por ti, porque soy Tú,
será Mi Voz la que se Haga escuchar en el Templo
en Tu Nombre,
por el perjurio que has cometido
Yo Rezaré por ti. Y nadie te castigará”.
Y el sacerdote vuelve con su voz de espanto,
que retumba ora en las paredes,
ora en el hueso del cráneo:
“¿Recuerdas, Amor, cuando eras Psique?
Es por eso, Amor, que tu nombre también
es Psique.
¡Oh, Psique, ya no eres más,
oh Psique, han dejado de creer!
Es porque ya no eres, que
Ahora
Estás
Muerta”
Se abre la puerta,
viene ya la Luz,
“No mires hacia atrás” dice el Guía,
“Sal. Ahora puedes despertar”
No, no miras, no miras hacia atrás.
Cuando atravieso el Umbral,
ahora despierto, sobre la cama el rumor,
en mis ojos la luz,
tiene el Alma, Paz.
La Virgen de las Espigas. Madrugada de Enero 24 de 2009
La novia espera,
en el templo de madera,
con su cabellera rubia que es velo
de luto y matrimonio;
y mira y me sonríe, y dice
“Te conozco”.
Entre los años y los siglos,
reconozco su sonrisa.
La novia es virgen y su cabello
es el cabello de Perséfone;
espigas de trigo caen, secas en otoño,
formando volutas sobre su cabeza.
Blanca la sonrisa, ámbar la mirada,
personaje común de los delirios virginales,
es la virgen comprometida
con el Espíritu sin Rostro.
El templo protegido por un cielo de cristal,
de tres pisos construido,
de tres grandes ventanas, luz ostenta,
y frente al altar, la Virgen de la Espiga
se casa con un hombre cualquiera.
Un hombre que soy yo;
un hombre que eres tú.
Un hombre que es el mundo entero.
Dice ser judía, pero no lo es;
no lo es la ceremonia, ni lo son
las imágenes del templo
de madera pura.
Para ingresar, un campo se atraviesa,
sembrado de botones verdes y violetas.
Al entrar, se conocen tres santuarios:
al primero no se accede, porque no existen escaleras
que conduzcan al alma directamente a La Presencia;
el de la derecha está cerrado,
y apenas se oscurece;
el de la izquierda desciende,
hacia un túnel de milagros.
Y todo desaparece.
Bajar, subir, subir, bajar.
El que sigue a la Virgen de la Espiga
no puede perderse: su sonrisa es luz,
y a todos dice conocerlos.
Te conozco, de un pasado remoto,
de una infancia tardía,
de una adultez precoz que ya es olvido.
“Era niña” dices “Eras niño entonces”.
Y haces que recuerde pasados improbables;
tu cara de niña, corriendo en los trigales,
tu sonrisa de perfume
derramado en los manantiales.
Brillas, niña, con tu sonrisa verticordia.
Trasplantada de un sueño donde eras
un hombre también hermoso.
Puede crecer la misma flor en dos tierras
separadas por el Mar,
y es apenas diferente.
Te casas ahora, con un hombre que yo soy.
Un hombre, todos los hombres.
Nunca le miro el rostro,
ni el rostro del capellán.
Quizá no tengan rostro.
Quizá, yo no lo tenga,
ni mi hermano ni mi madre
ni mi tía que siempre fue caballero.
Sólo tuya es la única mirada irrefutable,
el espejo de tu mirada, mi mirada, nuestra mirada.
Dices ser judía, pero no lo eres.
No es judío el altar en el que te postras,
y más griega me pareces,
con esa especie de desnudez
con la que traes vestida el alma,
derramada de tu cuerpo
disfrazado de novia blanca.
Más griega debes ser,
que llevas espiga en el cabello,
y partirás al Occidente
en un carruaje de cintas albas.
Menos griego es este templo
de preciosas maderas talladas,
de preciosas figuras inmóviles:
Apóstoles que no tienen boca
para sus noticias imposibles,
y capellanes que no tienen voz
para sus mentiras inevitables.
Te has casado. Concluida la ceremonia
nos acercamos al sagrario, y es oscuro,
hace frío y es noche eterna en el altar;
pero al otro lado del templo está la luz
del campo sembrado de flores blancas.
No hay que temer; amar, tu rostro,
en los resplandores se disuelve.
Detrás del altar un pasillo, aún más oscuro,
conduce al Tesoro Interior.
No debe verse, pero ella lo busca,
y yo la sigo.
No debe ser mirado, pero la puerta está abierta:
en un cuarto en plena oscuridad,
se revela la Luz, y todas las criaturas existentes;
inmóviles, convertidas en tronco,
en árbol, en hoja, en fruto de la Tierra,
en palabra pronunciada,
clamor que se disuelve.
Huimos al saber que hemos mirado
Lo Prohibido. El Tesoro del Santuario;
pero, ¿quién habrá que nos castigue,
si del crimen nadie fue testigo?
El capellán disfruta el vino,
el monaguillo a nuestros pies
barre el arroz y el trigo.
Al salir, no estás, pero sigues en la mente,
grabada en el corazón, estrella del norte.
Y la misión es encontrarte fuera del Templo,
donde el campo es estéril, y la ceguera, abundante:
todo parece igual a quienes no recuerdan tu rostro.
El viento arrastra las flores de primavera;
más que viento es huracán, pero sin lluvia
y en pleno esplendor del mediodía.
El viento arrebata las flores a la tierra,
las eleva en su imperio inmaterial,
y las desmorona sin dientes.
Quisiera recoger todas las flores;
y grito y clamo, y junto a mí,
mi hermano se arrodilla.
En el regazo de ambos los ramilletes
de flores verdes, blancas y violetas
se marchitan. Pronto morirán.
Morirán todas las flores:
Las pocas que he salvado,
y el resto, inmenso, devorado por el viento.
Las que no sean uno con el aire,
agonizarán en un jarrón de porcelana,
con agua a medias; arrancados de la tierra,
los seres materiales languidecen.
Quisiera salvar todas las flores,
pero no tiene sentido el sacrificio:
se siembra el trigo para cosecharse,
se siembran las flores para adornar,
y luego marchitarse.
Me pongo de pie: lo he comprendido.
Lo que debe irse con el viento, debe irse;
tras las murallas del templo,
las cosechas han muerto,
y el maíz se estremece sobre el maíz,
la tierra recupera imperio sobre la Tierra.
Una senda se abre, pero es incierta.
Lleva a otro carruaje, tal vez menos blanco,
pero con destino al infinito.
No hay desenlace para una lucha
que apenas ha comenzado.
Maestro¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarJorge, un saludo y sabes bien que mis mas sinceros y mejores deseos, cada día que más sorprendido por tantas cosas nuevas y grandiosas que inventas y creas; qué orgullo ser tu amigo :D
Cuídate.