domingo, 4 de julio de 2010

Iphigainë Llucia Nípsune

Nunca te he mirado a los ojos, nunca, porque tú me lo has pedido.
Y con los ojos bajos, o cerrados, te encuentro sola, hija mía,
trazando con un compás tus círculos perfectos.

A ti te hice con aguas del Nilo en tu sangre y en tus ojos,
y tus dientes y tus huesos con sal del Himalaya,
los laberintos de tu alma, con granito de El Escorial.

Porque eres, desde tu claustro, sacerdotisa de Isis,
y verdadera emperatriz de mis imperios de arena,
tú también eres yo, convertida en monstruo,

que no mira, que se cubre los ojos con serpientes
porque sirve de espejo a la mirada de profanos.
Iphigainë, arquitecto del Universo, verbo del demiurgo original.

Púrpuras como el claustro, son las velas de la nao
con que surcas las corrientes espirales de la galaxia,
hacia al vacío, hacia las cuencas de tus ojos vacíos.

Porque no tienes ojos, es que bajas la mirada.
Porque tus ojos están a mi lado y miras,
porque puse tus ojos en el corazón de las hierofanías.

¿Para qué quieres ojos terrenales, para qué,
Si tu nombre es Iphigainë Llucia?
Llevas la luz en los nombres con que bautizas al mundo.

A ti no te di reino, y te di un claustro con luz adentro
pero paredes sin ventanas, a ti, hija,
te prometí ser la flecha de oro, diástole del corazón.

Porque tampoco te di palabras, desde niña no las quisiste,
tú, que sí sabes lo que vale el silencio,
eres cobra del desierto, y la de idea de gravitación.

A ti te dije “Haz mi casa” y la hiciste con materia de sueños,
Y compás y dos manos de nubes.
Y después descansaste conmigo, con los ojos cerrados.

A ti que te dije “Haz” e hiciste, a ti que te dije “Cree”
y creíste, sin decir palabra, sin gesto con tus ojos tristes,
a ti, y sólo a ti, envuelta en dieciséis esferas te regalo la eternidad.

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